jueves, noviembre 30, 2006

Un iluso, un delirante

Cuando hago fila en el banco, supongamos una de veinte personas, y de pronto el sujeto frente a mí avanza un paso, yo me resisto a moverme y me quedo donde estoy. No es que no quiera llegar a la caja, sino que simplemente me niego a gastar energía, pellizcando centimétros a paso "gallo-gallina". Lo que a mí me gusta hacer, en cambio, es aguantar a que el de enfrente dé dos o tres pequeños pasos y entonces sí, cuando considero que el avance es significativo, dar un par de buenos pasos, haciendo que la fila de verdad se mueva. Un metro es significativo, por ejemplo, y por menos distancia que ésa, considero idiota gastar energía en "pasitos". Sin embargo, y ésta es una confesión vergonzoza, cada vez que el de enfrente comete su pasito, la verdad es que yo no puedo evitar imitarlo, pues la presión de los demás enfilados me mata. Apenas la fila se adelanta unos centímetros yo ya siento, como un yugo, la mirada de todos instándome a moverme. Y trato de aguantar: "Qué madres, no te dejes presionar... ni que por avanzar pinches diez centímetros fueras a hacer la diferencia". Pero igual siento la presión, y miro esos diez centímetros de lugar vacío frente a mí y deseo que la fila avance al menos un poco más, para entonces sí, dar ese gran paso que valga la pena y liberar la presión con dignidad: "Sí, me moví... pero no por unos pinches centímetros". Sin embargo, la suerte --que me envidia por tantas cosas-- suele castigarme, poniendo a la fila en "slow motion", haciendo que ésta no avance nada. Y la presión se incrementa y me parece que todos me juzgan por no tomar ese pinche espacio mierdero de diez centímetros. Y trato de controlarme y pienso "Ojalá que alguien me exija que avance para responderle algo ácido --que aún no se me ha ocurrido--, que sin duda me liberaría de un poco de presión frente a la comunidad de la fila, algo que sirviera como una explicación no pedida pero insinuada a porqué no tomo ese campo libre frente a mí si el cuate de enfrente ya avanzó... Pero nadie me dice nada y yo me siento más empujado que nunca, por toda la fila a ese vacío de nula ética, a esa diminuta traición a mi carácter, a ese inútil claudicar a mis creencias. Nadie me dice nada, nadie me mira, pero yo sé que, en el fondo, esa bola de cabrones me juzga en su silencio, me critica en su falsa indiferencia. Entonces comienzo a entenderlo todo. Lo que ellos quisieran realmente es que yo --lo sé, lo adivino-- me mantuviera firme y no avanzara nunca, que no tomara ese ridículo mosaico de fila, para entonces hablar de mí a su regreso a casa y contar la historia de ese necio que no se movía cuando debía hacerlo, que acaparaba espacio como un loco, que peleaba guerras idiotas tratando de defender lo indefendible. Ellos no quieren que yo avance para poder reírse de mí con su familia y comentar, entre bocados de concha bimbo, que yo era el hazmerreír de la fila; un iluso, un delirante, que juraba que a los demás les incomodaba mi ideática postura de avanzar sólo grandes tramos, cuando en el fondo a todos les valía una chingada si yo avanzaba, me quedaba inmovil o me caía un pinche rayo. Toda esa ranfla de miserables, infelices hipócritas, fingiendo aburrimiento en la fila, en el fondo le ruegan a Dios para que yo me mantenga estático, que no avance el buen pedazo de fila frente a mí (que, pensándolo bien, diez centímetros son diez centímetros), para darles ese chance de poder reírse de mí durante la cena. Y entonces, de golpe, lo entiendo todo: yo siempre he querido avanzar de a poquitos en la fila, pero ellos son los que me confunden para hacerme quedar mal. Ellos son los ilusos, los protagonistas... ellos son los que quieren dar esos necios pasos grandes. Yo sólo soy la víctima. Y de esta manera, cuando todo queda descubierto, termino echándoles una mirada triunfal y dando un firme paso "gallo-gallina", decido negarles sus anticipadas risas, sus planeados pasos grandes, y tomo ese buen tramo de fila que, por muy pequeño que parezca, me lo he ganado y nadie me lo va a quitar. Y aunque percibo la rabia de todos por verme mover la fila, a mí lo único que ya me importa es que ojalá haya conchas bimbo en la casa, para acompañar la buena historia que llevo para contar.

miércoles, noviembre 29, 2006

Una piedra de agilidad

Hoy, como en tantas ocasiones, volví a tener el sueño recurrente que me hace despertar de mal humor. Se trata de mí enfrentándome al enemigo, en cualquiera de sus múltiples posibilidades. A veces son raterillos que se meten a la casa, a veces son terribles asaltantes, a veces policías corruptos. El punto es que yo me veo forzado a luchar contra ellos, pero mi cerebro sabotea mis ingeniosos planes (que básicamente consisten en balear al maleante). La cosa es, más o menos, así: estoy yo, pistola en mano, frente al enemigo. A la hora de los catorrazos y en mi propia mano, la pistola se torna en inofensivo jabón, dándole la oportunidad al enemigo de darme una chinga. Cuando en mi sueño la pistola se mantiene pistola, que ha llegado a ocurrir, entonces sus balas caen disparadas hacia el piso, como canicas, y el enemigo igualmente me da una chinga. Está el caso, en que la pistola se mantiene pistola, y las balas se comportan como balas, pero resulta que el maleante es ágil como un pinche cheeta y en elusiva maniobra esquiva todos mis tiros, sólo para rematar dándome una chinga.
Finalmente está la combinación maestra, donde la pistola se mantiene pistola, las balas se comportan como tales y el enemigo es una piedra de agilidad que recibe todos los plomazos. Sin embargo, y como es de esperarse, el enemigo no sólo es una piedra de agilidad, sino también una piedra de resistencia, inmune a mi ofensiva. Y me da una chinga.

He optado por volar, pero me agarran de un pie y me dan la chinga. He corrido, pero me alcanzan y me dan la chinga. He tratado de razonar con ellos, pero no entienden de razones y me dan la chinga. Los he enfrentado a puño limpio, con el mismo desenlace. Incluso he tratado de despertarme, pero ellos ríen de mi cobardía y cuando acaban en su carcajear, igualmente me dan la chinga.

Como se puede ver, no hay manera de eludir la chinga. De ahí que un día, cada dos o tres meses, despierte con un humor del carajo... ¿Alguna sugerencia?

sábado, noviembre 04, 2006

Ese misterioso tufo a trapo húmedo

Cuanta güeva me da nomás de pensar en el complicado fenómeno de las maletas. Y es que nunca he sido bueno haciéndolas. Me neurotiza decidir con qué cosas llenarlas y me presiona tener que asegurarme de qué tan adecuadas son esas cosas; si llevo ropa de más o de menos, si de frío cuando hará calor o de calor cuando hará frío. Invariablemente se me olvida el cepillo de dientes o la toalla (cuando voy a donde no habrán), el pantalón que me gusta está apestado con ese misterioso tufo a trapo húmedo que no se quita con nada y la única playera limpia es la que va bien con el pantalón del tufo. Por si esto fuera poco, mis maletas son malas, viejas, feas; sólo una tiene llantitas y éstas se van chueco. Voy por los pasillos de las terminales mentando madres a una maleta que no me obedece, que se sigue hacia donde no vamos o que simplemente hace un berrinche, dejándose caer de lado, como si estuviera borracha. Llevar esa maleta es una pesadilla que sólo termina conmigo cargándola y con la gente viéndome mientras ha de pensar: "Miren a ese imbécil... carga una maleta que trae llantitas... hay que ser estúpido". Y es que casi todas mis maletas son pequeñas y ésa, que es "la grande", es una miseria que encima se desparrama hacia los lados, haciendo más las veces de un saco que de una maleta, provocando que mi ropa no sólo llegue sucia (y apestada por el pantalón del tufo que igual me llevo porque me gusta mucho), sino también arrugada y que, si de barbas me acordé de llevar mi cepillo de dientes, no lo encuentre en ese desmadre de peste, arrugas y desbordamientos sino hasta que regrese y vacíe la incómoda maleta y me ponga furioso por haber sido tan güey de no haber revisado bien la maleta-saco y haber tenido que comprar un cepillo de 12 dólares que no volveré a ver hasta que tenga otro viaje, lo vuelva a olvidar y me compre un tercero.Todo por culpa de esa bofa maleta. Sin embargo, cuando me quejo de esto con mis amigos y me sugieren que gaste en una buena maleta, que no son tan caras como útiles y yo casi me convenzo pensando que efectivamente debería hacerlo, siempre termino desistiendo al acordarme de cuánta güeva me da nomás de pensar en el complicado fenómeno de las maletas.

Etiquetas: , ,

viernes, noviembre 03, 2006

Una extraña dignidad

Por definición, el roquero no baila; él se burla de los que lo hacen. El roquero, junto con sus amigos roqueros, echa muchos chistes de los bailadores, les pone apodos chistosos ("la marrana parada", "el travolta de Iztapalapa", "el clavillazo") y los compara con cosas ridículas: "Mira... a ése parece que le están dando toques en el culo". Con sus gracejadas, el roquero hace muy amenas las fiestas y con excusas chistosonas deja clara su postura, rechazando a las chicas que lo sacan a bailar, como: "¿Bailar? Ni que fuera oso", "¿Me vas a pagar la pieza?", "Que bailen los feos, pa que hagan puntos" o "Date una vuelta en media hora, mami, y vemos". Y así, el roquero ha hecho reír una vez más a su comidilla de vagos, apuntando que una extraña dignidad separa al rock del bailongo, como el agua se separa del aceite. Sin embargo, resulta que un día, el roquero llega a una fiesta y ya no tiene con quién hacer chistes, pues todos sus amigos roqueros están en la pista. Al parecer aprendieron a bailar entre chiste y chiste, demostrando que los tiempos cambian y que aquello de que "el roquero no baila" no es tan cierto. Entonces, el roquero, tragándose su orgullo, piensa: "Ok, ok... quizá sea hora de aprender a bailar", pero las chicas ya no quieren invitarlo (y menos enseñarle), pues saben (de) y temen (a) sus crueles gracejadas. De esta manera, todos --excepto él-- bailan, se divierten y se besuquean al ritmo de "Procura coquetearme más", mientras que a él sólo le queda emborracharse con el mesero, convirtiéndose ahora, paradójicamente, en el centro de nuevas gracejadas: "Miren, ya llegó dospatasizquierdas" o "Tranquilos con el Enrique Guzmán" o "Ya está pedo el abuelito".

Y así, ha quedado claro un ejemplo más del célebre pero poco conocido Volumen: Los 101 engaños del Rock: "Cumbia mata rock".

miércoles, noviembre 01, 2006

"Tuum, Tuum, Tuum"

A mi gimnasio ya no va más El Corredor Loco. Supongo que un día, como Forrest Gump, simplemente se hartó de correr y ahora se dedica, sin culpa alguna, a tragar botes de Nutella, su verdadera vocación. Los demás miembros estamos contentos con esa decisión. Lós aparatos se ven ahora desocupados, limpios y secos de sudor. Sin embargo, y como prueba de que cuando Dios te cierra la puerta ya te está tapiando la ventana, hay un nuevo personaje que me está sacando canas verdes. Lo he llamado de distintas formas, según mi grado de tolerancia. A veces es "El Entrenador de Spinning", a veces es "El gay de las Bicis" pero las más de las ocasiones es "El Pinche Pendejo del Spinning". Este cabrón, a quien por comodidad abreviaré en "PPS", vive de robar mujeres en la crisis de la edad adulta haciéndoles creer que las entrena poderosamente. Lo que en realidad hace, es pedirles que pedaleen rápido en una bicicleta fija. Eso es todo. No hay más. Él habla de frecuencias, de niveles y de ritmos cardiacos, pero yo sólo veo que él les pide pedalear rápido y que ellas ignoran su petición. Él se ufana de dominar el ejercicio más extremo de todos, pero lo único que le veo extremo es la panzota. Grita, suda como vaca y pide pedaleos veloces pero, repito, todas sus alumnas lo mandan al carajo y pedalean al ritmo que les viene en gana. Todo esto a mí me tiene sin cuidado y en el fondo me divierte ver cómo se toman el pelo mutuamente. Sin embargo, no me hubiera tomado el tiempo para escribir acerca del PPS si no fuera porque tiene una manía que me saca de quicio: pone música pinche a todo volumen. Durante la hotra que dura su pinche entrenamiento, todo el gimnasio está obligado a oír su pinche punchis punchis a todo lo que da. Yo he huído de esa música desde hace una década, pero el PPS me obliga a escucharla, diariamente, durante una hora: "Tuum, Tuum, Tuum", retumba sin parar todo el gimnasio: "Tuum, Tuum, Tuum", las pesas se caen de su lugar; "Tuum, Tuum, Tuum", el hijo de puta le sube más. Alguna vez pedí a la encargada que le pidiera bajarle, pero lo único que hizo fue redirigir las bocinas hacia el area de la corredora... Mi área.
Durante toda esta semana había estado pensando en terribles venganzas contra el PPS, pero ayer desperté más tranquilo. Por algún motivo, me acordé de la época del corredor loco y pensé que con este tipo de cabrones, no hay más que la paciencia y la serenidad. Finalmente, sus vicios, esos desagradables hábitos, no son intencionales, sino más bien un fallido intento por tratar de agradar a los demás, sin calcular que su música no es del agrado de todos. Pensé que todo aquello más bien se trataba de una prueba de tolerancia. Lástima, pensé finalmente, que yo no tengo tolerancia para los pendejos, así que hoy reanudo mis planes de venganza.