viernes, mayo 26, 2006

EL COMPLOT DEL METROBÚS


Pese a no ser opositor al Gobierno de la Ciudad, he detectado un abuso, una truculencia en su adminis- tración, que merece ser delatada a gritos (para bien y para mal, como se verá más adelante) y ésta tiene que ver con el Metrobús. Pero no se vaya a pensar que hablaré de manejos de recursos, de concesiones chocolatas o del carril perdido en Insurgentes... No, hablaré de las tarjetas recargables. Para aquél que desconozca las maneras del Metrobús se las describiré rápidamente: Uno llega y compra una tarjeta que presume ser eterna y recargable. Ésta cuesta $11.50 y $8. son del puro plástico, de manera que si tomamos en cuenta que el viaje a cualquier estación cuesta $3.50 conviene recargarla de una vez, ahí mismo, y ponerle las cantidades que se guste. Hasta aquí, el servicio es, debo decirlo, muy bueno. Sin embargo, como no todo lo que brilla es oro, poco tardé en descubrir el talón de Aquiles del magno proyecto. Y es lo que, generosamente, vengo a compartir.
Yo tenía mi tarjeta recargable y si no me equivoco, le quedaban sus buenos $7. Pero sucedió que un día, al presentarla en el lector electrónico, fue rechazada. Conservando la calma, fui a la máquina dispensadora a tratar de ingresarle más crédito (en un exceso de gentileza, preferí perder mis $7. que armar un escándalo). Sin embargo, la situación era peor, pues no sólo perdí el dinero virtual, sino también la tarjeta, que aparentemente se atrofió. "Vaya a cambiarla a las oficinas de la Villa" me dijo el policía. Aunque en ese momento estaba confundido, tiempo después, todo habría de cobrar claridad para mí: Las tarjetas no son eternas, sino que se autodestruyen a los pocos días por medio de chips siniestros que les pone el Gobierno y cuando uno reclama debe ir a La Villa a recuperar sus $7. Evidentemente, nadie lo hace, porque se gasta más en el viaje, y entonces... !El Pinche Gobierno nos ha chingado una vez más! Pero eso habría de dilucidarlo después, porque en ese momento yo estaba derrotado y sólo atinaba a mirar mi tarjeta, para después mirar el torniquete prohibido. Volvía a mirar mi tarjeta y luego, de vuelta, el torniquete. Y así estuve un buen rato hasta que el policía me dijo lo que debió haber dicho desde el principio, para ahorrarnos tiempos a los dos: "Si quiere, pásele por la puertita". "¿Así nomás?" le pregunté, prudentemente, sabedor que el de la pistola era él. "Así nomás", reiteró". Yo quedé satisfecho con la reparación del daño y me fui.
A partir de entonces y aprovechándome de la rotación de policías, cada vez que lo requiero, llego a la estación del Metrobús con mi tarjeta defectuosa y, con la gracia y talento de un primer actor, finjo coraje cuando el torniquete no me la acepta. Generalmente, el policía me deja pasar por la puertita, pero si veo que hay alguno renuente a tragarse mi truco, simplemente acudo al cliché: "¿Ésta es la Ciudad de la Esperanza?". Acto seguido, los torniquetes se abren para mí, como el mar de Moisés y quedamos a mano, el Gobierno y yo, tan amigos como siempre.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

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8:20 a.m.  
Anonymous Anónimo said...

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